Mi lindo arbolito


La semilla
Érase una vez una semilla escondida en la tierra, que
un día, después de que la lluvia la bañara con sus
gotas de vida, comenzó a abrirse y a echar hojitas y
se convirtió en una tierna plantita.
Una mañana de primavera, Víctor la descubrió en su
jardín y le gustó tanto que le pidió a su mamá una
campana de cristal para protegerla. La mamá buscó
en la buhardilla y encontró una vieja campana de
cristal, arañada y sucia, un poco maltratada por el
paso del tiempo, y por más que la lavaron no
consiguieron que fuera completamente transparente.

De todas formas, su aspecto no desalentó a Víctor y
éste insistió en cubrir con ella a la pequeña plantita
para protegerla así del aire y de los insectos.
¡Era tan frágil!
Todas las tardes, al volver del cole, Víctor visitaba a
la plantita. A los pocos días de haberla cubierto con la
campana de cristal la vio que se estaba marchitando.
Corriendo, fue muy triste a preguntar a su mamá si
sabía lo que le pasaba.
- Mamá, mamá, la plantita está enferma.
- Quizá es que la campana la está asfixiando, al no
dejar pasar ni el aire ni la compañía de los insectos,
algunos de ellos amigos de las plantas.
Rápido como un rayo, Víctor fue corriendo al jardín,
le quitó la campana a la planta y le echó un vaso de
agua.
Al poco tiempo la plantita revivió, echó nuevas hojas
verdes y jugosas, empezó a fortalecerse y se
convirtió en un pequeño arbolito.

¡Somos amigos!
Víctor y el arbolito se hicieron muy amigos. Había algo
en común en ellos que nadie acertaba a decir qué era;
pero, al verlos juntos era como si árbol y niño
estuviesen hechos de la misma materia.
Víctor era un niño pequeño, más bajito y delgado que
los niños de su edad. No era ni el más guapo, ni el más
listo, ni el más cariñoso, ni siquiera el que mejor
jugaba al fútbol; pero, para el arbolito, Víctor era
único, y le quería con toda su savia, simplemente,
porque sí.
También para Víctor su arbolito era muy especial; él
le había cuidado y había sufrido la angustia de
perderlo cuando siendo una tierna plantita se
marchitaba.
Él le había visto crecer, y eso une mucho.
Claro que a veces se enfadaban, como se enfadan los
amigos de verdad, y cada uno se sentía no tenido en
cuenta, e incluso abandonado por el otro; esto
ocurría cuando Víctor invitaba a jugar en el jardín de
su casa a sus amigos del cole, y estaba tan absorto
por sus aventuras que apenas miraba al arbolito.

También a veces, le invadía a Víctor una melancolía
que le hacía sentirse tan solo que ni siquiera el
arbolito podía acompañarle en esos momentos,
simplemente se limitaba a respetar su soledad,
aunque no la entendiese.
Pero, en general, estando juntos, Víctor y su árbol
eran capaces de crear mundos fantásticos donde
todo era posible. Quien observaba desde fuera no
podía decir dónde se encontraban, pero era evidente
que, tanto niño como árbol, creaban una atmósfera
mágica, y daba gusto verles juntos.

El reflejo
En el jardín donde crecía el arbolito también vivían un
mirlo, un escarabajo, una mariquita y un montón de
hormigas que pronto se hicieron amigas de Víctor.
De tanto observarlas, Víctor empezó a comprender
el lenguaje de las plantas y de los animales.
Un día de sol radiante el mirlo trajo en su pico una
pepita de oro y la dejó en el jardín a los pies del
arbolito.
Todas las plantas y todos los animales se pusieron a
su alrededor admirándola. El arbolito languideció, ya
que todos contemplaban a la brillante pepita y nadie
le hacía caso a él.

La mariquita que se dio cuenta le preguntó:
- ¿Qué te ocurre arbolito?
- Siento envidia del brillo de la pepita de oro -le
respondió el arbolito al tiempo que dejaba caer sus
ramas.
La mariquita se rió, como sólo se ríen las mariquitas,
de una forma que casi nadie lo nota, sólo sus amigos,
y le contestó:
- Por muy brillante y bonita que sea la pepita le falta
algo fundamental que tú tienes.
- ¿Y qué es eso tan especial? -preguntó el arbolito.
- La vida -respondió la mariquita-.
Tú has nacido de algo parecido a una pepita de oro:
una semilla; algo que, aunque cueste menos dinero,
tiene un valor mucho mayor porque contiene un
milagro.
- ¿Un milagro? -preguntó el arbolito.
-Sí, un milagro -dijo la mariquita-, el milagro del
cambio. Una pepita de oro será siempre eso, o como
mucho una moneda o una joya. Pero tú fuiste una
semilla, una plantita, ahora eres un árbol y algún día
darás flores, frutos y semillas.
-Entiendo -dijo el arbolito-. Y recuperando su fuerza
y autoestima contempló con agrado su reflejo en el
brillo de la pepita.

Mira a tu alrededor
Un día que Víctor fue a saludar al arbolito se lo
encontró con las hojas arrugadas y lleno de
hormigas; había sido invadido por el temible pulgón.
- ¿Cómo te encuentras? -le preguntó Víctor al
arbolito.
- Triste -le contestó la planta.
- Claro -dijo Víctor- estás malito, con tanto bicho
negro sobre tí.
- No, creo que no es eso. Quizá esté malito porque
estoy triste -respondió el arbolito.
- ¿Qué quieres decir? -preguntó Víctor.
- Pues que hace una semana me di cuenta de que
estaba solito, que cerca de mí no había otros
arbolitos de mi misma especie, y entonces dejé de
chupar alimento con mis raíces, me debilité y las
hormigas y el pulgón se aprovecharon de la situación
y me invadieron.
Víctor se enfadó con el árbol, no podía creer lo que
estaba oyendo.
- Eres un egoísta que sólo se preocupa de mirarse y
compadecerse de sí mismo, sin pensar en lo tristes
que se ponen tus amigos al verte enfermo.
Mejor te iría si volvieras a chupar el alimento del
suelo; así llegarías a producir unas semillas vigorosas
que al arraigar te harían compañía -le aconsejó
Víctor.

El árbol pensó en las palabras que le había dicho el
niño, y se dio cuenta de que tenía razón, que a su
alrededor estaban personas, plantas y animales que
le querían y que se entristecían mucho cuando él
enfermaba. Y así, empezó a chupar fuerte con sus
raíces para estar vigoroso, y poder librarse del
pulgón.
También le ayudó la mamá de Víctor que le regó con
un insecticida ecológico para ahuyentar a las
hormigas que ayudaban al pulgón.
Al cabo de una semana el arbolito se había
recuperado y le dio las gracias a Víctor por ayudarle
a ver la realidad.

Doblarse o romperse
El arbolito creció y creció, y se hizo muy alto; aunque,
como era joven, su tronco era todavía muy delgado.
Un día que el viento soplaba muy fuerte, Víctor
estaba preocupado porque la parte de arriba de su
amigo se doblaba mucho de un lado hacia otro sin
parar.
Fue corriendo a llamar a su mamá.
-Mamá, mamá el arbolito se va a romper. ¿Qué
podemos hacer?
La mamá le tranquilizó mostrándole una hoja de papel
y un cristal, y le preguntó:
-¿Qué crees que es más fuerte? ¿La hoja o el
cristal?
Víctor dijo que el cristal. Su mamá entonces le
mostró cómo la hoja de papel podía doblarse sin
romperse porque era flexible, mientras que el cristal
se rompía ante una ligera presión porque era rígido.
-No te preocupes mi amor, tu árbol es flexible como
la hoja de papel y el viento lo doblará pero no lo
romperá.

Es más fácil que antes se rompa ese otro árbol
grande y viejo cuya rama es demasiado dura y ha
perdido su elasticidad.

El puente de luz
Pasaron los otoños y los inviernos, las primaveras y
los veranos, y sol tras sol y luna tras luna, el árbol fue
creciendo, lento pero sin pausa, como crecen los
robles o los nogales, cuya madera llaman «noble»
porque las personas la utilizan para hacer cosas que
consideran valiosas: vigas para las casas, muebles,
etc.

Sobrevivió a sequías y a heladas, y un día aquel árbol
larguirucho y flaco que se mecía al compás del
caprichoso viento empezó a engrosar su tronco y a
ramificarse en largos brazos, uno de los cuales
acogió con su horquilla principal a la casa-nido del
mirlo que tiempo atrás trajo al jardín la pepita de oro.
No era éste su único vecino y amigo alado; un macho
de petirrojo cantaba canciones de amor a su hembra
desde la rama opuesta a donde mamá mirlo
alimentaba a sus pollos con las lombrices que vivían
enterradas a los pies del árbol. Las mariquitas y las
hormigas subían y bajaban por su tronco, al tiempo
que las mariposas se acercaban a sus hojas.
El árbol ya no necesitaba crecer más alto, tenía toda
la luz que necesitaba. Ahora, mas bien, anhelaba dar
sombra a quien quisiera cobijarse bajo sus ramas
para protegerse de los abrasadores rayos de agosto.
Pronto comenzó a florecer y, gracias al viento, a los
insectos y al milagro de la vida, sus flores se
transformaron en frutos.
Era asombroso ver su porte majestuoso, firme, bien
arraigado en el suelo, pero al mismo tiempo con
gráciles ramas orientadas en la dirección opuesta de
donde se clavaban sus raíces.

Como era un árbol de hoja caduca, era muy sensible
a las estaciones y su imagen cambiaba pasando por
maravillosos matices de verdes, amarillos, rojos y
marrones, aunque su presencia era siempre la misma.
Con el tiempo adquirió una ancha copa. A veces, sus
ramas más extensas parecían dedos que se extendían
como queriendo tocar algo, o quizá buscando otras
ramas distintas que descubrir.
Sin apenas notarlo, las semillas fueron cayendo al
suelo, y como la tierra estaba esponjosa por las
lombrices y los muchos pequeños insectos que la
habían surcado (además de alimentada y abonada por
las cagadas de algún que otro mamífero), pronto
germinaron y numerosos arbolitos empezaron a
crecer a su alrededor.
Al principio, el árbol, tan grande, ni siquiera les vio;
estaban demasiado abajo y eran tan pequeños... Pero
un día, de repente, más que verlos los sintió: empezó
a sentirse acompañado, y notó que ya sus ramas
externas no se estiraban tanto buscando un no sé
qué.
Fue entonces cuando una brisa pareció traerle algo
del pasado, un aroma familiar que le hacía
estremecerse, como si fuera parte de él.

Agudizó los sentidos, y a los lejos divisó dos siluetas:
un niño que caminaba de la mano de un hombre.
Un torrente de recuerdos se agolparon en lo más
hondo de su ser (que estaba hueco, ya que los troncos
crecen hacia afuera). La sabia subía y bajaba de
forma precipitada, sentía como si ese gran porte
fuera a desvanecerse, como si estuviera a punto de
derretirse.

Por fin, pudo reponerse de la profunda emoción
gracias a sus hondas raíces, y reconocer al causante
de su estremecimiento: era Víctor; ese niño que le
había acompañado cuando era una delicada plantita,
un tierno y frágil arbolito; ese niño que había crecido
junto a él, y al cual le había perdido la pista hacía
muchos años (tantos que ni se acordaba).
Y ahora estaba ahí, delante de él, mirándole con
devoción y visiblemente emocionado. También él
había crecido y ensanchado (hasta se vislumbraba
una incipiente barriga debajo de la camisa), y parecía
que también él había fructificado, haciendo posible
una vez más el milagro de la vida: llevaba cogido de su
mano a un niño que tenía los mismos ojos de aquel
Víctor niño que recordaba.
De pronto, el niño parecía ponerse nervioso, no
entendía porqué su padre estaba parado como un
pasmarote frente a ese árbol, como si estuviese
hipnotizado.
Empezó a tirarle de la mano y a decirle:
-¡Papá, papá! ¡ayúdame a subir! -dijo Julito, que así se
llamada el niño, como el tío y el abuelo de Víctor.
Víctor, sin abandonar el estado de trance en que se
encontraba, cogió a Julito y le alzó a una de las
ramas.

A pesar de ser la primera vez que veía y se subía a
aquel árbol, Julito parecía sentirse como en casa, la
copa era tan frondosa que parecía una selva, y el
pequeño se movía con absoluta tranquilidad y
agilidad, de rama en rama, de un lado a otro,
completamente ajeno al hilo luminoso que como un
puente unía al árbol con su padre, con la tierra y con
el cielo.

Mar Asunción
Marzo 2002


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